El caminante desciende la cuesta bacheada y surcada de grietas por las lluvias de otoño. La frondosidad de pinos, sabinas y matas, ahora inmaculados y libres del polvo que se acumula en sus ramas por el trasiego veraniego, parece a punto de devorar la vereda. Si permaneciera deshabitada un par de años, la vegetación retomaría su labor de zapa y volvería a adueñarse de ella; como si nunca hubiese existido un camino; como si por allí jamás hubiera descendido viandante.
Finisterre de Ibiza
Portinatx viene a ser como el Finisterre de Ibiza; su extremo boreal. La carretera que serpentea por la costa constituye un verdadero reto para el viajero en busca de paisajes. Se puede proponer conducir hasta el faro y acabar perdido entre la belleza que ofrecen sus continuos e interminables desvíos. La soledad de la playa de es Canaret, Cala Xarraca y el maravilloso cabo en forma de aguja que cierra la playa por el lado de levante, este idílico rincón de Cala Xuclar, donde en verano siempre hay gente pero nunca multitudes… A continuación, S’Illot des Renclí, la propia bahía de Portinatx, con su torre de defensa, sus tres playas y el faro, Cala d’en Serra…
La sensación del hombre de haber domado a la naturaleza no es más que un espejismo, cavila el caminante. Esta siempre aguarda agazapada, en perpetua tensión, dispuesta a recuperar el terreno perdido al menor descuido. Alcanza el aparcamiento y observa la roca horadada, semicueva ensombrecida de humedades, junto al sendero que desciende hacia la orilla de Cala des Xuclar. Media sombra para los coches que allí estacionan durante la canícula. También brotan aquí las cañas silvestres, mucho más arriba de la desembocadura des Canal d’en Salvador, tramo donde el torrente de sa Palanca da sus últimos coletazos tras bordear el Puig de Sa Carraca por el lado de levante.
Continua el suave descenso y, antes de alcanzar la orilla de Cala des Xuclar, se detiene junto a la tierra plana y vacía, y vuelve a erigir con su imaginación el chiringuito, cual refugio fantasma, con su toldo blanco de impagable sombra, sus paredes oscuras de madera, sus mesas colocadas con estudiado desorden y esos clientes, momentáneamente felices, que brindan con cerveza helada y disfrutan de pescados frescos pasados por la plancha.
De la orilla a la barra
Van y vienen de la orilla a la barra, con una sonrisa perenne, saciados de una Ibiza que otros nunca lograron encontrar. Con un parpadeo de realidad, el caminante vacía la playa y se aposta a la derecha de la orilla, frente al manto de cañas que aquí sí forma una barrera tupida e inaccesible. Se desprende del calzado, se arremanga las perneras hasta los gemelos y camina sobre la losa de piedra cubierta por cuatro dedos de agua, con cuidado de no resbalar. Enseguida se acostumbra al fuerte olor que desprende la posidonia muerta que se acumula en orilla. Hay una pequeña chalana mecida por la corriente y atada a una roca. Debe pertenecer a algún pescador sobrado de confianza.
Se desliza despacio sobre el verdín hasta que el mar le empapa la base del dobladillo. El agua es tan transparente que hasta se distinguen los ojos de los raspallones y las doncellas que nadan entre las piedras. A la derecha, tres rústicos varaderos medio horadados en la única franja de acantilado que han dejado libres los pinos.
Luego vuelve y se sienta en la orilla, arroja piedras al mar y sonríe por haber traspasado la frontera de esa Ibiza que, como los pinos, las sabinas y las matas, permanece agazapada con la intención de recuperar su sitio.