Casi siempre del mismo argumento. ¿Hay algo mejor en el mundo que mojar un trozo de pan crujiente en la yema cremosa de un huevo bien frito? Ferran Adrià, cuando le preguntaron, fue el primero en asegurar que no, que nada era «más barato, sencillo e irresistible». Para vencer la tentación de la felicidad tranquila, fue también el primero en traspasar las fronteras creativas que nadie había alcanzado. Pudiera parecerlo pero no es contradecirse, simplemente se trata del propio engranaje de la vida que consiste en dar vueltas en busca de la perfección cuando ésta surge de una simple y modesta sintonía.
Aunque con un sentido universal, el pan en la yema de huevo puede considerarse también el símbolo de la cocina pobre que los italianos han elevado a categoría gastronómica con esa habilidad que tienen para extraer importantes conclusiones de las cosas más sencillas que otros dejan pasar de largo. La cucina povera ha existido y existe en Italia como en cualquier otro lugar del mundo pero nadie ha sido capaz de historiarla e ilustrarla como en Italia. España, sin haber acuñado un vocablo para definirla, mantiene una rica tradición en comidas económicas que han combatido las hambres. Nuestros tortos elaborados únicamente a base de agua y harina de maíz, fritos en la sartén; las sopas de ajo: agua, pan, ajo, pimentón y, según el lugar, huevo; las gachas, la ropa vieja, las migas de pastor, el salmorejo y el gazpacho, etcétera.
En Italia, antes de la Segunda Guerra Mundial, los que trabajaban en la tierra lo hacían bajo la mezzadria o mediería, un sistema de clases de propietarios de tierras y pobres agricultores que también ha pervivido en las tierras castellanas. La devastación de la guerra y sus consecuencias solo hicieron que los tiempos de los trabajadores agrícolas fueran más difíciles. De ese tiempo precisamente proceden algunas de las recetas que perduran e incluso han conseguido auparse en los grandes fogones, siendo adoptadas en algunos casos por las mesas pudientes.
La cucina povera, de los pobres o campesina se basa en la costumbre de no desperdiciar nada comestible y usar una variedad de técnicas simples para hacer que cada bocado sea lo más sabroso posible. El secreto está en el ingenio que se emplea en el uso de casi nada mientras se mantiene una reverencia por el todo. Una filosofía de vida que pese a la modestia está regida por ciertas leyes superiores que para aliñar una simple ensalada sugieren la participación de un avaro para que vierta el vinagre, un espléndido para el aceite, un sabio para la sal, un cuerdo para la pimienta y un loco para removerla.
Los mejores ejemplos de esta sencillez radical está en la acquacotta, una de las sopas más pobres, agua, pan, aceite, algo de verdura y tocino, típico, sustento de los butteri de las marismas toscanas al cuidado de las manadas. En la panzanella –pan empapado en agua vinagre, tomate, cebolla, aceitunas y albahaca– que se come también en Toscana cuando llega el verano. Y el pan santo, fruto de sumergir un trozo de la hogaza en el caldo, cubierto por el cavolo nero (col) hervido y un chorro de aceite. «Corpo pieno, anima consolata», o lo que es lo mismo, estomago lleno, alma en paz.
Los campesinos buscaban en los bosques setas, verduras silvestres y hierbas de todo tipo. Cazaban jabalíes y conejos. Secaban las castañas y las molían para la polenta o para las crêpes que cocinaban en piedras sobre un fuego de leña. Aquí no se hacía otra cosa distinta, sin embargo los italianos fueron capaces de sembrar de épica gastronómica la cocina pobre. Ermanno Olmi dejó planchada en El árbol de los zuecos la imagen aquélla de la hambruna bergamasca de la porción de polenta fría y el queso; el maíz subsistencia de los campesinos cuando no existe apenas otra cosa que llevarse a la boca como ocurría en la desolada belleza de la película. La polenta, que se cocía en grandes ollas, removiendo con la mescola (cuchara de madera) cada cinco minutos y por espacio de tres cuartos de hora desde que rompía el hervor, con el tiempo pasó a integrarse en los platos de la alta cocina. En cambio las papas o fariñas que nuestras abuelas asturianas regaban de leche y comían con cuchara en un plato hondo acompañadas de un buen pedazo de mantequilla son historia que casi nadie recuerda.
Son muchas los factores, ambiente, clima y cultura, pero además de ello la ausencia de carne en la cucina povera los que en Italia contribuyeron al desarrollo de una tradición alimentaria basada en la variedad del producto vegetal, su gran contribución, con el impasto, al patrimonio culinario.